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Los guardianes del Pilcomayo, su fuerza y una esperanza llamada algarrobo

Después de los peces del Pilcomayo, una de las pocas actividades que les ha traído algún beneficio económico a las familias weenhayeks, es la venta de harina de algarrobo

Fuente: Arturo Fernández C./Tarija Conecta

30/09/2022

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Fuerte como un algarrobo, de voz firme y mirada afilada, Antonio Tato se yergue y sobrepasa el metro ochenta. Y al igual que el algarrobo su don es la resistencia, aquella que le ha permitido ser hoy un sobreviviente.


A Antonio lo habían desahuciado, tenía un tumor, problemas en la vesícula, diabetes y tras el Covid-19, quedó muy débil. En el hospital Rubén Zelaya, el más grande del chaco tarijeño, no podían operarlo y fue otro de los tantos pacientes al que le dijeron que debía “irse a Santa Cruz o a Argentina para salvarse”.


Sin opciones en el bolsillo, regresó a su pueblo Weenhayek en la comunidad de Tres Moras decidido a morir. Fue entonces, cuando retornó a sus raíces y puso su salud en manos de la medicina tradicional.


Tras cuatro meses regresó al Rubén Zelaya, y los médicos que lo habían desahuciado, le preguntaron sorprendidos dónde se había hecho operar. La respuesta de Antonio fue directa como él: “con las plantas que brotan en mi pueblo”, dijo con voz ronca.


Tato recuperó su peso, su sonrisa, pero sobre todo reafirmó su confianza en todo lo suyo; su origen, sus plantas y su cultura.



Antonio Tato


La experiencia de Antonio es sólo una de las muchas historias de resiliencia y sobrevivencia que afrontan -a su manera- las más de 5 mil familias del pueblo Weenhayek que se distribuye al margen derecho del río Pilcomayo, entre los municipios de Villa Montes y Yacuiba.


Los problemas que posee este pueblo se agravan, la sequía ha hecho que el sol pese como plomo sobre sus espaldas, el olvido de las autoridades les ha obligado a sobrevivir solos frente a la pandemia y el Pilcomayo, su principal fuente de alimento, ha sido contaminado.

 

El río Pilcomayo herido de muerte


“Lloraba junto a la tarde desde la orilla, mirando al río. Aquel mismo que en verano sabía campearse abriendo camino. La ausencia del agua suele hacerle grieta en la esperanza (…) Gritaba ayúdame amigo, en nombre de mis hermanos. No te olvides que del río viene la vida para mi pueblo”, así suena la guitarra de Juvenal Valeriano que entona a voz en pecho la canción de Yalo Cuellar “Lágrimas del Pilcomayo”.


El calor golpea fuerte, los más de 30 grados exprimen sudor y los mosquitos incomodan el encuentro en la comunidad de Tres Moras, próxima a la frontera con Argentina, puntualmente a 110 kilómetros de la ciudad de Villa Montes.


A Manuel Paredes, indígena weenhayek, no le importa la temperatura y como quien domina el territorio se anticipa, y habla pausadamente del Pilcomayo bajo la sombra de un frondoso algarrobo.

“Gracias a Dios no hemos visto que haya fallecido algún miembro de la comunidad por comer pescado, o que haya sufrido la contaminación supuestamente del río Pilcomayo. Así que mientras nosotros no veamos que alguien muera por comer pescado, vamos a seguirlo consumiendo”, sentencia con el convencimiento de un juez.


Poco sabe respecto a que el 23 de julio de este año un dique de colas se rompió en Agua Dulce, departamento de Potosí, y que por el colapso vertió cerca de 13 mil toneladas de residuos mineros contaminantes en la quebrada de Jayasmayu, que se conecta con el Pilcomayo. El desastre fue tal, que ambientalistas y expertos lo calificaron como una de las cuatro amenazas o desastres más grandes que enfrentó el río, pero que hasta la fecha el Gobierno lo niega.



Vista panorámica del Pilcomayo


Sin embargo, expertos en agua y saneamiento, como Edgar Borth, calificaron a la rotura como un desastre, por lo que advirtieron que la presencia de minerales como plomo, arsénico y otros, puede llegar incluso a causar demencias y malformaciones.


Reyna Menacho, concejal de Potosí (donde comienza el río), informó que un mes después de la rotura del dique de colas de Agua Dulce, se tomaron otras muestras 37 kilómetros más abajo del lugar del colapso y las pruebas demostraron un alto contenido de mineral, mayor de lo permitido por la norma boliviana.


Las colas, son los residuos de la actividad minera durante la etapa de procesamiento de los minerales. La fase sólida se deposita en escombreras, mientras que los lodos son derivados, por gravedad o bombeo, a los diques de colas, donde se los almacena. Estos lodos tienen diversa composición, con elevadas concentraciones de metales pesados y otros tóxicos.


Justamente la construcción de estos diques de colas surgió como una necesidad para disminuir el impacto contaminante de la actividad minera sobre los cursos de agua receptores. En la cuenca alta del Pilcomayo se han identificado 45 diques de colas ubicados en los municipios de Potosí, Atocha, Tupiza, Yocalla, Porco, Cuchu Ingenio y Tacobamba. Sus construcciones son precarias, y casi la mayoría ya cumplieron su vida útil, como el de Agua Dulce, que hace 5 años ya debía haber sido dado de baja, pero no fue así.


En Tarija, la contaminación con metales pesados fue descartada según un último reporte de la Gobernación Tarijeña, que asegura haber hecho un análisis de las aguas del Pilcomayo en todo el departamento. Si bien no hallaron presencia de metales pesados, aclararon que el agua no es apta para el consumo humano, sobre todo en la región del Gran Chaco.


Pero, más allá de los resultados “tranquilizadores”, el problema es aún más profundo; según el director de la Oficina Técnica Nacional de los Ríos Pilcomayo y Bermejo (OTN), Rommel Uño, se tienen empresas mineras en los márgenes del río sobre las que se desconoce su legalidad en cuanto a sus operaciones.


“Es un problema muy delicado porque estaríamos hablando -si existiera un daño grave- de un atentado a la salud pública y economía ¿Cuántas comunidades riegan con las aguas del Pilcomayo? o ¿Consumen las aguas? Si hubiera contaminación, hay una carga acumulativa”, sentenció.


Volviendo a la sombra del algarrobo, Manuel Paredes cuenta que en su pueblo el tema del agua es grave. “Tenemos un pozo profundo, pero no sabemos cuál es la calidad del agua que consumimos. No la hacemos hervir, muchas veces la consumimos a lo bruto, cruda. Anteriormente tuvimos problemas con los comunarios, que tenían dolores estomacales por el consumo del agua, algunos hasta fueron internados en el hospital. Esto nadie lo ha solucionado”, dice con el pesar de añadir una queja más a su rosario de conflictos. 


Hace 18 años Guido Cortez Franco, director del Centro de Estudios Regionales para el Desarrollo de Tarija (CERDET), llegó hasta el cantón de Soto Mayor en la provincia Yamparáez del departamento de Chuquisaca, acompañado de un indígena weenhayek, y desde el lecho pedregoso y semiseco del río Pilcomayo, observó seis equipos de motobombas que se encontraban esparcidos de manera escalonada a lo largo del río.


Relata que tres de estos chupaban ruidosamente agua turbia, espesa y ploma, que era transportada por largas mangueras negras para el riego de plantaciones de cebolla y repollo de los huertos campesinos aledaños.


“Recorrimos las parcelas asombrados por el color plomizo azulado del suelo. Un campesino quechua orientaba la dirección del agua por nuevos surcos, no parecía sorprendido por la extraña apariencia del agua que también tenía mal olor (…) Más adelante un grupo de niños se bañaban en una poza del río. Los rayos del sol nuevamente se reflejaban en el agua y revelaban un extraño color negro. Nos sentimos extraños, al ver el río y las parcelas campesinas como si los colores de la naturaleza se hubiesen trastocado. El compañero Weenhayek observaba atónito el paisaje”, cuenta Guido aún con el impacto fresco.


Sin mejoras y con diques de cola que ya cumplieron su vida útil ¿18 años después puede no haber contaminación en el Pilcomayo? Y ¿Si el atentado a la salud pública se estaría ocultando?

“Nosotros solo vivimos de la pesca y es un periodo muy bajo, de mayo a agosto. Hay veces que hay pesca y años que no hay. Este año hubo poco, han sido diez días que había suficiente pescado, pero cuando pasó ya no había otro cardumen que pudiera llegar”, explica Waldo Sánchez Pérez, quien es capitán de la comunidad de Tres Moras desde hace 11 años.

 

El cambio climático que golpea


Los indígenas ya no pueden guiarse como antes, la lluvia ya no cae en septiembre, los fríos llegan hasta octubre, la temperatura excede los 40 grados y se extiende por varios días. En enero pasado estuvieron más de 21 días sin agua y con un sol generoso que les regaló 43 grados.


“Cada año va cambiando el tiempo (clima), disminuye el caudal del río Pilcomayo y cada vez empeora más la caza y pesca. Mayormente de la pesca ya no hay nada. Este año ha sido pésimo, una sola oleada de cardumen llegó a Bolivia. Y ahora el problema que nos afecta es que no hay nada de lo que consumíamos antes”, lamenta Antonio Tato, hoy encargado de salud en su comunidad.



Toborochi


La nostalgia irrumpe irreverente en el fruncido ceño de Antonio y le recuerda que años antes, desde septiembre ya podían contar con una temporada lluviosa que les favorecía. Sin embargo, hoy la corzuela y el chancho de monte han migrado por falta de agua.


Manuel asienta con la cabeza, confirmando todo lo que dice Antonio, y añade que ha visto cómo los animales se han ido a otros lados. “Se van al lado del río, algunos llegan, otros no, entonces muchas veces se encuentran animales muertos en el camino. Nosotros vemos que mueren por la sequía más que todo”, relata.


Pero esta situación también afecta a la vegetación. Los Weenhayek tenían identificados hasta 21 frutos silvestres con los que se alimentaban, hoy solo quedan algunos, que igualmente están amenazados por falta de agua y excesivo calor.


“Anteriormente en esta época se contaba con las frutas silvestres y hoy que estamos en septiembre no estamos viendo frutos. Estamos hablando del algarrobo, el mistol, el chañar, todas esas cosas se han ido retrasando”, explica Manuel con la voz cansada.


Según detalla estas frutas son utilizadas por su pueblo como alimento adicional a la carne y hortalizas, y su consumo les proporciona vitaminas y otros beneficios que los mantiene fuertes y sanos, tanto a ellos como a sus hijos.


“Todas esas cosas nosotros las utilizábamos para la alimentación de nosotros, de los chicos. Pero ahora hay pocas frutas silvestres”, afirma resignado mientras se acomoda su polvorienta gorra.


Los árboles de algarrobo en territorio Weenhayek producían entre el 80 y 90%, ahora según los pobladores de esas tierras, sólo rinden el 45%.


La tristeza hace huella en el rostro de Antonio, pues recuerda que hace un año fueron precisamente estos frutos los que le salvaron la vida. “La sequía en el Chaco es muy fuerte, por eso demandamos a las autoridades que nos escuchen. No es que pedimos por pedir. Quisiera que todas las autoridades lleguen y noten lo que les contamos”, finaliza con la voz entrecortada que hace temblar hasta al ser más fuerte.

 

La resiliencia Weenhayek y la fuerza del algarrobo



Waldo Sánchez, capitán de Tres Moras, bajo un algarrobo


Entre la contaminación del Pilcomayo, la sequía, el asfixiante calor y la falta de alimento, que se suma a la pobreza extrema, los Weenhayek persisten. Y es precisamente el fiel algarrobo el que les da la fuerza y una alternativa de sobrevivencia.


Severo Rivera, Capitán Grande de la comunidad de Villa Esperanza, dice con orgullo que el algarrobo siempre fue uno de los principales alimentos cuando no quedaba nada en el pueblo. Es así que desde el año 2017, apoyados por el CERDET, pusieron sus ojos sobre este árbol.


El algarrobo mide hasta 10 metros de altura, aunque en promedio alcanza entre 5 a 6 metros. Sus hojas son verde oscuro, sus flores son pequeñas, rojas y sin pétalos. El fruto, llamado algarroba o garrofa, es una vaina de color castaño, que contiene una pulpa gomosa, dulce y agradable que rodea las semillas. Las vainas son comestibles.


En Tres Moras, Manuel relata que antiguamente el algarrobo era consumido solamente por los abuelos, pero tras la capacitación recibida y las experiencias vividas en otros países como Argentina, se convencieron que el aprovechar la harina de este árbol, que crece de manera natural en sus territorios, puede ser una buena alternativa económica para su pueblo.


“Nosotros hemos sido los primeros que hemos aprovechado la harina de algarrobo. Esto ha generado muchos ingresos, porque algunos de los comunarios la vendían por kilos. Es muy rentable. Es una de las alternativas que estamos viendo”, dice con seguridad y orgullo.



Hoy en el proyecto de harina de algarrobo trabajan cerca de cien familias que habitan las comunidades de Tres Moras y Villa Esperanza, y aunque los hombres hacen un gran aporte, el proyecto está liderado por las mujeres, quienes además de procesar la harina hacen gelatinas y alfajores. “La harina de algarrobo tiene vitaminas especiales, varios compraron la harina para hacerse refresco y tener muy buena salud”, dice contento Waldo, capitán de Tres Moras.


Manuel secunda a su capitán y cuenta frotándose las manos que fueron los primeros en aprovechar esta harina. “Ha generado muchos ingresos, porque algunos de los comunarios la vendían por kilos”, cuenta y revela que incluso algunos la comercializaban hasta en 80 bolivianos el kilo.


Waldo Sánchez interrumpe y continúa explicando que muchas personas compraron la harina para hacerse refresco y tener muy buena salud, pues sus vitaminas les ayudaron a luchar contra el coronavirus, “nosotros consumíamos algarrobo, miel y otros frutos y no nos agarró fuerte el Covid”, dice con la valentía de quienes lucharon solos contra la pandemia.


A pocos metros está Ana, no es de mucho hablar, de hecho, ninguna de las mujeres del pueblo conversa demasiado; más aún cuando ven a un extraño cerca de sus territorios. Ella se limita a contar que vienen trabajando con este árbol y su fruto desde el año 2017. Sin embargo, pese al tímido silencio son precisamente ellas, las adultas, jóvenes y niñas, quienes aportan en la recolección, molienda y envasado de la harina.


Heiver Espíndola es técnico del CERDET, la ONG que llevó la idea e impulsó el aprovechamiento del algarrobo en las comunidades Weenhayek de Villa Esperanza y Tres Moras. Explica que se ha desarrollado el aprovechamiento del fruto de este árbol, rescatando los usos ancestrales de las familias y con todo ello se ha realizado la recolección de las vainas de algarrobo, el procesamiento, la molienda y la obtención de la harina, que también fue incorporada en la parte gastronómica, pues se capacitó a los indígenas en la elaboración de masas, comidas y refrescos.


Detalla que son aproximadamente 400 kilos de harina, los que se recolectan año tras año aprovechando los árboles de algarrobo que crecen de manera natural en las comunidades.



“Éste es el molino que usamos para moler las vainas, está bien guardado y cuando sea temporada de recolección lo sacamos y nos reunimos todos para juntar las vainas, secarlas y luego moler para hacer la harina”, dice Moisés, uno de los comunarios mientras muestra el molino que fue dotado por CERDET.


Espíndola revela que no es la única actividad “distinta” que ha visto realizar a los Weenhayeks para sobrevivir, puesto que son también recolectores naturales de miel y es justamente en este rubro, en el que se puede apoyar al pueblo indígena.


“Por la diversidad de flora silvestre que se tiene en la vegetación de monte chaqueño, es una zona con mucho potencial para desarrollar la actividad apícola, así como también es una manera de conservar la especie; la apis melífera y especies vegetales. Se están desarrollando actividades con manejo técnico y sostenible para aprovechar la producción de miel”, detalló.


Waldo asegura que el sueño está puesto y que la fuerza del algarrobo se proyecta más que nunca en sus pueblos. “Nos ha ayudado en la pandemia, nos está ayudando a sobrevivir y seguiremos de pie, resistiendo y cuidando a nuestro Pilcomayo”, concluye el Capitán con el orgullo de quien va venciendo batallas para ganar la guerra.


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